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La ascensión, nada más emprender la caminata, llena de optimismo al más osado, porque la ciudad comienza a empequeñecerse por los cuatro costados.
Aunos 800 metros de altura, en el cerro Loma Grande, cantón Piñas, hay una cruz que, vista desde abajo, seduce por su majestuosidad y porque, justamente, al inicio del sendero que lleva hasta ella, hay una inscripción que no solo invita a reflexionar sobre los pasos a seguir, sino a revisar cuán físicamente se está preparado para ello.
La ascensión, nada más emprender la caminata, llena de optimismo al más osado, porque la ciudad comienza a empequeñecerse por los cuatro costados, el rumor del río Piñas también se aleja y hay un deseo ferviente no solo por coronar la cúspide, sino de confundirse con la naturaleza que se ofrece cuesta arriba con todo su virginal encanto, sin reparar siquiera en que las estaciones de Cristo, con cada dada paso que se da, en vez de acercarse, como que huyen.
Tras varios pasos encumbrados, llegar a la I estación, donde hay una especie de mural místico, rodeado por un mohoso hemiciclo, que recuerda el inicio del periplo doliente de Jesús, ofrece una recompensa porque el oxígeno comienza a faltar y un sudor incipiente refresca la nuca.
Siguiendo el camino, y el buen ejemplo de hormigas gigantes que avanzan por la misma ruta sin chistar, árboles descomunales se alzan imponentes sobre el despeñadero y un coro de pájaros invisibles marca el ritmo de los pasos, cada vez más lentos e inseguros.
A estas alturas del camino, se cree que, por lo menos, la mitad de los pecados ya han sido redimidos o están en vías de serlo, pues la penitencia comienza a doler.
En pos de la V estación, el penitente también clama porque algún Simón de Cirene le dé una mano con su sacrificio, tal como lo refleja el mural correspondiente. Ahora la ciudad es solo un lejano recuerdo del que, con un poco de previsión, se pudo traer una botella de agua, aunque ello implique suavizar el calvario y descuidar la finalidad misma de la travesía.
Una respiración profunda se impone, pero es necesario continuar porque una serie de rugidos de animales no identificados infunden más ánimo que temor.
A lo lejos, las siguientes estaciones blanquean, pero es imposible definir su ubicación exacta, pues la vegetación que circunda el sendero se vuelve exuberante y de una envergadura pocas veces vista, con magníficos troncos descascarados, de ramas acalambradas e hirsuta cabellera. Si alguien quiere sentirse parte del paisaje es el momento justo para hacerlo, pues no hay absolutamente nada que lo ate a su estatus ciudadano.
Transitada más de media ruta, sobrecoge el pensamiento de algún filósofo aventurero que escribió sobre una pared cierta frase existencial, pero para la cual no hay la menor disposición de ánimo por descifrarla. Si existe alguna doctrina filosófica en la que se pueda meditar es la de que el hombre es un “ser para la muerte”, pues eso es lo único que se ocurre a más de 1.600 metros de altura, con las piernas temblando, eludiendo con malabares el estiércol de vaca y con un abismo tentándolo al suicidio a cada rato.
El descanso ya no solo hay que hacerlo parando la caminata, sino arrimándose a la panza del macizo, donde una serie de insectos y ramas con espinas le ponen broche de oro a un sufrimiento muy distante de las ganas iniciales.
Tras pasar la X estación, la cruz ya se deja ver cerquita -eso es lo que se cree-, cubierta por andamios y algunos grafitos ilegibles. Como compensación, una brisa serraniega se vuelve suave caricia sobre la epidermis totalmente humedecida por el sudor.
Para cuando la próxima estación -ya se ha perdido la cuenta de cuántas realmente son, pues lo que se quiere es llegar- recuerda la muerte de Jesús, es preferible no hablar nada porque en cada palabra se va la vida y las últimas reservas de oxígeno imponen una aspiración a cuentagotas.
Aún quedan dos estaciones, pero estas ya casi ni se sienten porque el cuerpo avanza como por milagro, zigzagueando y con la mirada al piso, machacando como con odio la última hojarasca caída de quién sabe dónde, porque arriba, al final, ya no hay árboles, sino la cruz que con tanta fe y arrepentimiento -no se sabe si por el riesgo de morir o por los pecados- se buscaba desde hace una hora.
Cuatro querubines blancos sobre una capilla adyacente, adornada con leyendas irreverentes de amantes furtivos, dan la bienvenida, pero será un armadillo, de coraza natural y luenga nariz, husmeando entre la hierba, el que, finalmente y de manera improvisada, arranque una sonrisa y compense la aventura. | | |
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